Esta noche me apetece hacer una pequeña reflexión de este corto pero intenso verano.
Empezaré diciendo que ha sido mejor de lo que esperaba pero peor de lo que acabé imaginando. Lo que más he hecho ha sido aprender. Aprender a ser una valiente en cualquier aspecto de la vida. Aprender que la felicidad es la montaña rusa con más altibajos que se haya visto nunca (subimos y bajamos a tal velocidad que apenas nos damos cuenta). Por eso hay que aprovechar la adrenalina que tenemos arriba para que, cuando lleguemos abajo, tengamos las mismas fuerzas en esa cuesta que tenemos que subir para volver otra vez a una de las cimas. No hay descansos. Ni en lo bueno ni en lo malo. He aprendido también que, a veces, de quien más esperamos es de quien menos recibimos, y que eso es lo que nos hace daño. Pero que por otro lado, si no esperamos nada, todo son gratas sorpresas. Me enseñaron además, que si existe la palabra locura es para darle uso y que aunque a veces no salga todo como esperábamos, en compañia siempre será mejor. En mi continuo aprendizaje, hicieron gran incapié en eso de que hay que prestarle atención solo a aquellos que la merezcan. He de decir que al principio no les hice mucho caso (porque estaba haciendo justo lo contrario de lo que me decían) pero en cuanto me dí cuenta de que eran ellos los que me llevaban a la cima de aquella atracción llamada felicidad, nunca mas dejé de atenderlos. Ellos me enseñaron que no importa cuanto tiempo lleven en tu vida sino cuánto tiempo quieren quedarse en ella. Y que la distancia no aleja si ellos quieren permanecer cerca. Entre otras cosas, ellos me han hecho una demostración de lo que significa la palabra amistad.
Mi verano.
Con mis pequeños aprendices convertidos en grandes valientes.
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